
Debió de ser el invierno en el que la OMS declaró erradicada la viruela. Enredada en mi bufanda de lana y apretando el abrigo sobre el uniforme obligatorio, intentaba mantener el equilibrio, riendo cuando mis botas resbalaban sobre la nieve o el viento me arrancaba el paraguas y no conseguía alcanzarlo.
Según recuerdo, al girar la esquina emergía el colegio y, en la puerta, la hermana Amalia. La veía grande, sabia, justa, protectora. Pero, al mismo tiempo, su juventud y cercanía transmitían esa frescura que solo surge de manera espontánea. Casi puedo escuchar la algarabía en el patio cuando, divertida, se unía a jugar al balón quemado, reforzando con su presencia el sentimiento de pertenencia a la clase de tercero A, que sabíamos destacada sobre la de tercero B.
El colegio es un momento importante en el juego de la vida. En la rugosa pizarra, a través de la mirada con la que se descubren los grandes referentes, la veía educar en valores y enseñar sin imponer. Creaba, sin esfuerzo aparente, una atmósfera que abría mi disposición a aprender.
Nunca olvidaré el día en el que inauguró la «biblioteca de la clase». Gracias a ello, pudimos llevarnos libros para leer en casa que nos regalaron entradas a nuevos mundos. Y con sus clases de escritura nos inspiró a jugar con las palabras, crear magia y compartir historias.
Finalizó el curso y no volví a saber de ella.
Rendirle este pequeño homenaje me sirve de pretexto para extenderlo a los docentes que entregan su tiempo para acompañar, incansables, a las generaciones a su cargo.
#MiMejorMaestro
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